La cena se enfriaba en la mesa, discutiendo no acertábamos con la trascendental decisión que a nuestros preocupados hijos habíamos prometido adoptar allí. El camarero observaba nuestros intermitentes silencios. Después de un nervioso carraspeo ella me dijo, “podíamos irnos, y paseando pensarlo mejor”. Entonces le respondí, si la vez anterior resultó y fue muy satisfactorio para los dos, ahora no tenía porque no ser igual. “Sí, -añadió ella-, pero en aquel viaje ni tú tenías el marcapasos, ni yo la prótesis en la cadera, olvidas que ahora no es la luna de miel sino las bodas de oro”. Al final, el postre fue lo único exótico.
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