Mi calle

Como inicia su poesía de “El Ama”, el autor nacido en el pueblo salmantino de Frades de la Sierra, José Mª Gabriel y Galán, yo también aprendí en el hogar en que se funda la dicha más perfecta, y tuve la fortuna añadida que el mismo se encontrara en la siempre envidiada y admirada ciudad de Salamanca, y por si no fuera esta suficiente ventura, el azar o la casualidad me deparó la dicha de que la Calle Chile fuera y siempre lo seguirá siendo, aunque hace ya muchos años que me ausenté de ella “mi calle”.

 
Es y será siempre mi calle primero porque en ella se encontraba el hogar donde nací al comienzo de los años cuarenta del ya pasado siglo, en el cual con incomparable dignidad, humildad y modestia mis padres consiguieron atender todas las necesidades domésticas, alimenticias y educativas de una familia compuesta por ellos y cuatro hijos, considerando la precariedad de aquellos duros años de la posguerra y los parámetros que entonces se utilizaban para interpretar lo que era necesidad, y en segundo lugar y de manera muy importante siempre será mi calle, porque tuve la gran suerte de que la mayoría de la gente que en ella tenían sus hogares con su comportamiento diario me transmitieron, como constantemente lo hacían mis progenitores, la riqueza de lo que significaban términos cómo trabajo, dignidad, decoro, nobleza, lealtad y generosidad.

 

Justificado de forma sintética pero no exenta de un entrañable cariño porque la Calle Chile es y siempre será mi calle, diré a continuación que ésta calle en la que yo viví e indudablemente mucho disfruté, carecía de pavimento alguno pues era de tierra la composición de su suelo con importantes desniveles, ya que aquella zona no hacía muchos años había sido de utilización rústica, existían precarias aceras que a menudo se interrumpían y a la vez las que había se encontraban en permanente estado de deterioro, apareciendo por toda la calle infinidad de regateras que se formaban durante la época de lluvias y que en invierno provocaban los consiguientes barrizales y en verano generaban abundancia de polvo que los vecinos combatían saliendo a sus respectivos portales con cubos o herradas de agua para regar la calle y de esta forma aplacar el polvo y proporcionar frescor al entorno, la iluminación nocturna la proporcionaban tres o cuatro bombillas estratégicamente colocadas de las cuales habitualmente siempre había alguna rota o fundida.

 

Las casas eran todas de planta baja con un patio en la parte posterior en el que era habitual que se hallara la pila de lavar así cómo un modesto retrete, existiendo en algunas de ellas recoletos pero atractivos jardines en los que no era extraño encontrar parras y árboles frutales que llegada la época propiciaban uvas, higos, membrillos y algún otro fruto de los cuales su propietario no demoraba en compartir con sus vecinos. Todavía en aquellos años algunas de las casas de la calle carecían de agua corriente, motivo por el que en ellas había diversos recipientes cómo tinajas, cántaros o barreños en los que se hacía acopio del agua que se obtenía de un grifo al que se accedía abriendo la tapadera de una cloaca existente en la bifurcación de nuestra calle con la calle Bolivia.



Si consideramos la calle cómo una prolongación de aquellos la mayoría, humildes hogares, veíamos un común escenario en el cual cada vecino representaba un papel de manera habitual y metódica, espacio que era noche y día observado y vigilado y de manera muy principal por la construcción modernista del cercano Depósito de Aguas, así como por el imponente edificio del Convento y Colegio de las Esclavas y del no muy lejano Complejo del Parque del Servicio de Bomberos en cuyos aledaños se encontraba el Colegio Público “Luís Vives” y frente a éste los campos de juego, huertos y jardines que rodeaban el edificio y demás instalaciones del Colegio y Noviciado de los Jesuitas.

 

Cómo antes señalo, en éste entorno y desde el escenario que era La Calle, todos los vecinos hombres y mujeres, chicos y grandes, ancianos y niños desarrollaban su papel, los hombres acudían a sus respectivos empleos y trabajos, predominando de manera extraordinaria el de ferroviario, bien maquinista, fogonero, guardafrenos, guardagujas o revisor, abundando igualmente el de carpintero y ebanista, también había algún albañil, camarero, fontanero, distribuidor de periódicos, tratante, policía o militar y funcionario. Las mujeres tenían la responsabilidad en absoluta exclusiva de llevar a cabo las entonces inacabables tareas del hogar, control exhaustivo de la prole y acudir por aquella época a las agotadoras colas que motivaba el racionamiento. Cuando no era tiempo de vacaciones y en la mayoría de los casos hasta la edad de los catorce años, momento en que iniciaba la vida laboral, los muchachos adquirían las respectivas enseñanzas, desplazándose según la edad escolar que tuvieran al Centro Escolar de Rufino Blanco en las inmediaciones de la Alamedilla los más pequeños, y la denominada Enseñanza Primaria se accedía a ella por parte de los demás en el ya citado Colegio Luís Vives, en el que tenían los Jesuitas en la calle Vergara al comienzo del Barrio de la Prosperidad, o en el Colegio de San Rafael existente en el Paseo del Rollo que lindaba con el Asilo del mismo nombre y un centro de atención infantil que todos conocíamos con el nombre de Hogar Cuna.



Como consecuencia de la desaparición de la Escuela Unitaria una vez finalizada la Guerra Civil, las niñas de aquella calle cómo las de las demás, asistían a Centros de Enseñanza específicos para ellas, siendo habitual que por su proximidad acudieran al cercano Colegio de las Esclavas, en el que se les proporcionaba una aceptable preparación académica, así como religiosa y de preparación en tareas de índole doméstico para desempeñar el papel que por su sexo estaban destinadas a desarrollar en un futuro, siendo obligado y necesario resaltar al llegar aquí, al margen de otros matices que se puedan hacer al respecto, la importancia de la labor tanto educativa cómo social que tuvo en las barriadas del entorno de mi calle, cómo pudieron ser la nuestra de Las Delicias, La Prosperidad y la del Rollo, la desempeñada tanto por Las Esclavas cómo por Los Jesuitas, aunque esto bien pudiera ser un tema para tratar en otra ocasión.


En aquella querida y recordada calle los mayores y de manera especial los ancianos eran por norma y sin excepción objeto del mayor de los respetos, unos por la autoridad que ostentaban y que nadie osaba discutir y los otros por la sabiduría de la que eran depositarios y qué de manera ruda y dura habían adquirido en sus dilatas vidas, siendo para los más jóvenes un verdadero deleite escuchar sus sabios consejos, así como sus increíbles vivencias y las diferentes interpretaciones que hacían de las formas de vida que iban observando al final de sus días.

 

Aquel mundo que era la Calle Chile y que he tratado de describir desde el aspecto humano y dibujando superficialmente el decorado del escenario en el que transcurría el día a día, tenía también sus olores, sus sonidos y no carecía de distintos personajes que aunque no vivían allí lo frecuentaban casi a diario teniendo la mayoría de ellos por su participación en el desenvolvimiento de la vida diaria una relevante importancia y hasta cierto carisma, cómo podían ser el cartero, el sereno, el basurero, el lechero, el panadero y el mielero o el heladero en determinadas épocas del año, no faltando los vendedores ambulantes con ofertas de frutos o productos de la temporada, predominando el transporte en carretillos manuales o carros de tracción animal cómo era característico del vinatero o del carbonero. Con estos personajes existía una gran complicidad pues ellos respetaban a su clientela, sabían ser discretos y muchas veces eran portadores de noticias o sucesos de otras zonas o barrios de la ciudad, y la gente de la calle a su vez les mostraba deferencia y afecto, considerando la importancia que cada uno de ellos tenían para conseguir atender las necesidades de cada día, aprovechando para corresponder a sus distintos servicios en las Fiestas de final de año con un modesto aguinaldo en metálico cómo respuesta a las simpáticas tarjetas de felicitación que éstos con antelación amablemente entregaban en cada domicilio.


Los olores que muy bien podían identificar aquella añorada calle principalmente los originaban los humos de las vetustas locomotoras que muy cerca de allí circulaban bien cuando se encaminaban a la Estación de Ferrocarril o cuando salían de ésta, Igualmente los que desprendían las boñigas de los animales que arrastraban los carros de los distintos repartos o de recogida de basuras y desperdicios y los excrementos de gallos y gallinas que libremente entonces se dejaban a determinadas horas en la calle. Igualmente un olor muy característico era el del humo que emanaba de las chimeneas de cada casa cuyo origen lo producía el material de combustión que en cada una se utilizaba, que bien podía ser leña, carbón, cisco o el de las briquetas de exclusivo origen ferroviario, siendo asimismo frecuente el de los braseros cuando se sacaban a la calle para airear los tufos que tanto peligro encerraban.


Así cómo posiblemente el olor más agradable era el que provenía en determinadas épocas del año de las rosas, la lila o de la hierbabuena de los jardines de algún patio e incluso de los cercanos árboles del Paseo del Rollo cuyo fruto eran los pámpanos, tentación comestible y a la vez dañina para los más pequeños, el sonido más impactante en aquella calle era el que hacía el viento en días de fuerte temporal entre la enorme estructura del Depósito de Aguas, así cómo el frecuente silbido de las máquinas de los distintos convoyes ferroviarios y en los días estivales el que hacía el cuco ave que anidaba en los amplios jardines de las Esclavas, pero el que sin lugar a dudas predominaba durante todo el año era el de la chiquillería jugando en la calle espacio y cuarto de estar entonces para todos, el cual únicamente se abandonaba a requerimiento de la madre o de los hermanos mayores para comer, hacer los deberes de la escuela o por la llegada de la noche a excepción del verano que entonces tanto mayores y pequeños salían a tomar el fresco, unos a continuar jugando y otros a disfrutar de amenas y espontáneas tertulias compartiendo el agua de un fresco botijo.


No puedo acabar éste recordatorio de mi calle, en la cual todos nos conocíamos, sin consignar tanto el espíritu cómo el sentimiento que en ella predominaba, indudablemente en aquellos duros años el espíritu que prevalecía era el de supervivencia pero cómo al principio señalo con inigualable dignidad, que cada uno en función de sus posibilidades afrontaba en su casa cómo mejor creía o podía, ésta actitud no impedía que dentro de la entonces predominante escasez muchas cosas se compartieran según las oportunidades y distintas circunstancias que cada uno pudiera disfrutar o que en su defecto le pudieran afectar, y cuando la palabra solidaridad apenas era habitual utilizar, en mi calle el sentimiento que existía se mostraba con la existencia de una real y sincera sensibilidad para que sin emplear apenas palabras todos supieran cuando se compartía una alegría o una situación dolorosa contribuyendo cada uno en su medida a realzar la primera y a consolar o paliar la segunda.


No dudo que ésta retrospectiva que hago de mi calle, bien pudiera hacerla igual o muy similar cualquier vecino de mi querida y simpar Salamanca de la suya, pues el modo de vida aquellos años en las diferentes barriadas no era muy distinto y probablemente coincidiría conmigo concluyendo éste relato tomando como referencia y alterando con cierto atrevimiento la poesía con la que al principio comienzo del admirado José Mª Gabriel y Galán, diciendo “QUE ALEGRE ERA MI CALLE Y QUE SANAS SU GENTES Y CON QUE SOLIDEZ ESTABA UNIDA LA TRADICION DE LA HONRADEZ A ELLAS”.