martes, 11 de diciembre de 2012

Un chato y una banderilla

Este relato ha obtenido el segundo premio en el I Certamen de Relatos Cortos de Navidad convocado por el Ayuntamiento de Salamanca. Os lo facilitamos en versión blog, pdf y libro electrónico issuu.




Calixto, a pesar de que ya habían transcurrido algunos años desde su jubilación, tenía, desde su juventud, un gran interés, respecto a todo lo que concernía al mundo del trabajo, así como a lo que afectaba a la clase social en la que, aun ostentando la condición de pensionista, se consideraba plenamente integrado.
Por la ambigüedad del término, nunca le gustó que se denominara “clase media” al grupo social en el que se tendía a encuadrar a la mayoría de familias como la suya, pues a su manera, interpretaba que pertenecía a una clase abnegada y trabajadora que a base de un continuado esfuerzo había logrado un bienestar, que aun siendo modesto, hubiera sido impensable para sus progenitores.
Este hombre, aparte de sus cualidades profesionales, era honrado, cabal y trabajador. Aquella tarde, preludio de las inmediatas fiestas navideñas, atribulado, como desde hace tiempo venía siendo habitual, por las noticias que fluían del receptor de radio, se disponía a descabezar el sueñecito que seguía a la sobremesa. Acababa de compartir la comida además de con Amparo, su mujer, con su hija Carmina y la pequeña Sofía, su querida nieta. 
Mientras que con los párpados ya cerrados, Calixto esperaba que Morfeo le acogiera en sus relajantes dominios, no pudo impedir oír como ya en la puerta se despedían de Amparo, su hija y su nieta. Entonces fue cuando escuchó la encomienda que, con su voz cantarina, la nieta de forma precisa le hacía a la abuela. Sofía, insistiendo de manera reiterada, le recordaba las características, y sobre todo, la marca del regalo que le había pedido para la inmediata Navidad. Por lo que él, con anterioridad, había podido captar, el regalo navideño de casa de los abuelos tenía que ser tal como el que, de forma detallada, ella y mamá, habían dejado apuntado en una nota que se hallaba adherida en la puerta del frigorífico. 
Escuchada la pormenorizada advertencia de la nieta, Calixto, esgrimiendo una tibia sonrisa a la vez que un gesto negativo y diciéndose, - Me cachis, que tiempos, esto realmente es increíble-, acometió el empeño de enganchar la cabezadita de la siesta. Pero aquella tarde no le resultó sencillo, pues el motivo que había originado la reciente y breve reflexión, le transportó a recordar una Navidad de hacía tantos años que ya le resultaba complicado determinar cuántos.
Confortado y soñoliento, en su añoso pero cómodo sillón de mimbre, se comenzó a ver caminando, una mañana especialmente fría de Diciembre, hacia la vetusta escuela, con las orejas llenas de sabañones y con los pies, helados, calzando unas desgastadas botas que le hacían sentir la dureza del barro congelado, pues este  era el precario firme que en aquella lejana época caracterizaba las calles de casi todas las barriadas de la periferia de la ciudad.

Siendo él uno de los mayores de los cuatro chicos, que junto a los padres, componían su familia, antes de abandonar el humilde hogar había rellenado de agua la tinaja de la que todos se abastecían a lo largo del día, transportando tan necesario líquido desde el caño de la cercana plazoleta. También había dejado encandilado, soplándolo a la puerta de casa, el brasero de cisco que albergaba la mesa-camilla. Estas tareas, como otras no muy diferentes, que al igual que él los demás hermanos tenían asignadas, las llevaban a cabo de forma rutinaria y sin mediar protesta alguna. No sin cierto orgullo lo entendían como la manera de corresponder, junto a otros variados y puntuales cometidos, al arduo y constante esfuerzo que tanto su padre como su madre, día a día, realizaban para atender, en aquellos difíciles años de la posguerra, las necesidades más elementales de todos.
En la escuela pública a la que asistía, rebasada la primera mitad de aquel último mes del año, predominaba el ambiente navideño, y a la vez que se realizaban ejercicios o trabajos relacionados con las cercanas fiestas, los comentarios y las conversaciones, en la mayoría de los casos, aludían a los próximos excesos culinarios, anhelados debido a las permanentes carencias experimentadas durante todo el año. En lo que se refería a los regalos este tema ocupaba un escaso tiempo, ya que los mismos, caso de haberlos, eran esperados la Noche de Reyes, consistiendo en juguetes muy rudimentarios, y no en todos los casos, pues lo habitual era que se tratara de algo práctico –calcetines, bufandas, guantes o pañuelos, acompañados muchas veces de algún necesario accesorio escolar y un par de naranjas mandarinas-, y, excepcionalmente, de alguna moneda pero, casi siempre, con billete de “ida y vuelta”.
En aquella Navidad que, de manera retrospectiva, estaba ocupando esa tarde la mente de Calixto, con el evidente e indisimulado paternalismo entonces al uso que pretendía sustituir la ausencia completa de una auténtica justicia social, a su familia le fue adjudicado un “vale” por cierta organización que permitía acceder a un lote de lo que era conocido como “aguinaldo navideño”. Por ello, una mañana en vísperas de la Nochebuena, oyendo el soniquete del sorteo de la lotería que salía desde alguna vivienda cercana, acompañó a su madre a recoger tan sorprendente obsequio. Hallándose ya en casa, todos, a excepción del padre que aun no había regresado del trabajo, se arremolinaron en torno a la mesa-camilla para con extraordinaria ilusión examinar el contenido de aquella aparatosa bolsa. 
Allí todos, no sin una ostensible sorpresa, comprobaron el contenido: patatas,  naranjas, tocino, envoltorios con fideos, garbanzos y arroz, un frasco con una panilla de aceite, y como único manjar navideño, una pequeña bolsa con peladillas. Aun sin mostrarlo, interiormente, se sintieron decepcionados, pues habiendo llegado al fondo, no aparecieron ni higos, ni nueces, ni turrones, así como tampoco mazapanes o mantecados, productos, que a pesar de lo poco asequibles que resultaban, a todos ellos, como a la demás gente, les ilusionaba degustar en aquellas fiestas, pues eran los que le daban su sabor característico y por lo que, en definitiva, eran tan esperadas.
Cuando llegó el padre, que al concluir la prolongada jornada de trabajo, siempre se demoraba tomando un chato junto a una cuadrilla habitual de amigos en una taberna cercana, este no le concedió ninguna importancia a lo que había contrariado a su apesadumbrada familia. Animoso, como siempre, les dijo, –Bueno chicos, haber si ahora esto va a ser una desgracia que nos amargue la próximas fiestas-, añadiendo, - olvidaros de ello y confiad en vuestra madre, ya veréis como, aun sin esos dulces que esperabais, no faltará en la mesa uno de sus estupendos guisos-, y finalizó apostillando, -acabaremos, sin duda, chupándonos los dedos y dándole a la zambomba-. Contagiados todos de esta sabia conformidad y de la confianza que inspiraba su aliento, ilusionados con la inmediata festividad, la familia al completo se marchó a descansar.
Su padre, hombre juicioso y trabajador incansable, muy bregado por la vida desde la niñez,  en su ideal prevalecía la premisa de que el bienestar, en todos los aspectos, solo podía provenir como fruto exclusivo de la constancia en el trabajo y de la más absoluta rectitud en el comportamiento en las distintas facetas de la vida. Nunca confiaba, ni tenía fe, en el azar, motivo por el que si alguna vez adquiría algún boleto para un sorteo era por tratarse de un compromiso extremo e ineludible, circunstancia esta por la que a todos resultó sorprendente lo que sucedió el mediodía de aquella Nochebuena.
Concluida la comida, cuando se dirigía de nuevo al trabajo, se detuvo antes de abandonar la casa, y rebuscando en un bolsillo de su veterana pelliza sacó una papeleta, y dirigiéndose a Calixto, le encomendó –Acércate a casa del practicante para que te deje el periódico y comprueba el número del “Sorteo de los Ciegos” a ver si nos ha tocado algo-.
Sin dar crédito a lo que tenía delante, y cerciorándose de que realmente el periódico era de aquel día, Calixto no pudo ocultar su sorpresa, ya que el numero del sorteo coincidía en su totalidad con el que constaba en la papeleta que su padre le había entregado, y que él sostenía tembloroso en sus manos. Emocionado y nervioso volvió a casa, y junto a su madre y sus hermanos, contagiados todos por el mismo estado, averiguaron que tan valioso “documento” les acreditaba como agraciados de una espléndida “Cesta de Navidad”, que sorteaba la taberna que su padre frecuentaba.
Cuando Calixto, impaciente, fue a comunicárselo a su padre, concluida la jornada, estaba tomando el chato diario con un amigo, y al conocer la noticia ambos se dieron un abrazo. Resultó que aquel amigo que era ferroviario, y que para “capear el temporal”, trapicheaba con medias de cristal, piedras de mechero y algo de café, días atrás había convencido a su escéptico padre a jugar a medias la papeleta ahora premiada.
Haciéndose cargo ambos amigos de tan magnífico y sabroso premio, allí mismo, equitativamente, se lo distribuyeron. Calixto, desbordado por la ilusión, ayudó a su padre, a transportar a casa las fantásticas delicias navideñas que a él le habían correspondido.  Éste, y su amigo, antes de abandonar el establecimiento, al que en aquellos momentos atendía la barra, al unísono, le dijeron: Mañana Navidad, en nombre nuestro, invitas a toda la cuadrilla a ¡¡ un chato y una banderilla ¡!.
Cuando apuraba el sueño que le había inducido a rememorar aquella inolvidable vivencia navideña, relamiéndose con el recuerdo de las exquisiteces que contenía aquella fantástica cesta, oyó a Amparo, que junto a él le decía, -Vaya lata que llevas dándome toda la tarde con el chato y la banderilla, ya me explicarás de que va tanto trasiego y alterne-. Mientras trataba de despejarse de la siestecilla mesándose los escasos cabellos, Calixto le respondió, -Anda, anda, mujer, ya te lo contaré, ahora vamos a localizar el sofisticado regalo de la nieta-. Encontrándose en el baño atildándose para salir, se decía para sus adentros, -Válgame Dios, que generación la nuestra, asimilamos, como lo más normal, el boniato y el chato de vino peleón, y ahora, después de ver como se han hecho objeciones hasta a las más exquisitas delicatesen, la que tenemos encima, que no es un simple nublado, nos va a empapar a todos-.
Aparcando este último y pesimista pensamiento, Calixto, asiendo la mano de Amparo, a la que se hallaba más soldado que unido desde hacía más de cuarenta años, inició la complicada, pero ilusionante, búsqueda del regalo navideño de su nieta. 
Logrado, no sin esfuerzo, el objetivo que la pareja se había fijado aquella víspera de Navidad, satisfechos, y conviniendo ambos que la nieta ya tendría tiempo de luchar e interpretar correctamente el guión que la vida pudiera tenerle reservado, Calixto, acabó aquella tarde invitando a Amparo a un “cafelito”, mientras él, como no hacía desde mucho tiempo, como homenaje navideño a quienes había recordado mediante la evocadora siesta, se tomó un chato y una banderilla.

No hay comentarios: