miércoles, 23 de mayo de 2012

La caja de cerillas

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-Parece mentira-, le decía Manuela, secándose las manos en el mandil, y continuaba su perorata, -cuando se le mete algo en la mollera, no lo conozco, usted siempre tan juicioso y dando siempre tan buenos consejos-. Don Hilario llevaba tiempo en un sin vivir, cada vez que oía la bocina del “balilla” del médico, o la del “forinche” del boticario, sentía un calambrazo en su yo más profundo. Como era posible, se preguntaba, que ellos hubieran conseguido el carné de conducir, y a él, destacado estudioso de las complicadas materias inherentes a su sagrado ministerio se le resistiera el dichoso carné. Fruto de su insistencia o de la temporal distracción del santo que acostumbraba a velar por él, un día regresó de la capital con el ansiado permiso en el bolsillo. Sin haber pasado mucho tiempo, un día, descendiendo de la ermita, Don Hilario y su auto, sufrieron un importante “tropezón”. Cuando Manuela acudió al Hospital, el frustrado Fangio, utilizando las únicas articulaciones que no habían sido escayoladas, le dijo: -no lo entiendo, si era como una caja de cerillas-, a lo que ella respondió, -pues ha estado a punto de requerir otro tipo de caja-.

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